miércoles, 24 de noviembre de 2010

Federico, el pastor.

Me gusta  -y necesito-, pasear y hacer fotos al Barranco de las Cinco Villas donde vivo entresemana. Ayer, al anochecer, coincidí en mi regreso a casa con un rebaño de ovejas y su pastor que, montado en un burro, dirigía con ayuda de unos pequeños perros muy obedientes. Por entablar conversación le dije:
-¿Cómo corren estas ovejas?
Nunca había visto ovejas tan rápidas. Caía la noche y el frío empezaba a rodearme, así que yo llevaba el paso firme. El burro también se movía ligero, pero las ovejas iban todavía más deprisa. El pastor me contestó:
-Es que tienen ganas de volver a casa.
Yo no atribuyo mucha voluntad a las ovejas así que se me ocurrió pensar y consulté:
¿Es que tienen una comida especial a la vuelta en la cija*?
 (en mi pueblo llaman “cija” a la habitación para las ovejas, en el noreste de Segovia, donde viví un año, lo llaman “tenada”?
El pastor me contestó:
-Sí, pero, mayormente, es que muchas tienen cordero.
Claro, era el sentimiento maternal. Las ovejas salen a pastar. Supongo que al salir habrá que separarlas de los corderos. Los corderos no comen hierba y si el pastor los sacara a pastar serían un entorpecimiento, para las madres y para él. Las ovejas salen -de buen grado- para pastar y cargar sus ubres y cuando el pastor, ayudado por sus perros, ordena la vuelta, se lanzan con un trote vivo a satisfacer su maternidad.
Lo peor de éste, hasta ahora, cuento de Disney, es que el pastor vive de los corderos que vende. La amorosa –y compulsiva- maternidad de las ovejas es para beneficio del pastor.
Así tiene que ser.
Aunque el pastor se queja de su escaso beneficio, que se va reduciendo. Me dijo que acababa de vender algunos corderos por una cantidad que no recuerdo, porque no supe interpretar, pero que a él le parecía escasísima. Dijo que se han cargao la ganadería y que él lo dejaría si no tuviera 62 años.
-Ya, qué voy a hacer.
Me dijo que oyó en la radio -“al Lumbreras”- que en España ya no hay pastores de menos de cincuenta años, que esto se acaba.
Y me invitó a volver otros días para hablar con él. Yo pensé que viéndome la cámara de fotos, las pintas de turista, iba a enseñarme algo especial. Pero me invitaba a ir andando dos o tres kilómetros, adonde pacen sus ovejas, a -simplemente- hablar con él.
Yo tengo muchas cosas que hacer: el libro de la guerra, leer, tocar la guitarra...
Pero considero la invitación un regalo valioso. Y lo aceptaré.

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