Un día para un concurso, agrupé mis cuentos bajo el título “Soledades de Garrafón”. Me sigue gustando y deseo que nadie me lo robe, por si algún día me publicaran un libro de relatos.
Vengo a escribir hoy, colándome en un aula de informática de la Universidad de Salamanca, para que no se me vayan de inanición los curiosos que rebotaron por aquí hace unos días.
Yo creo que esto de los blogs es para mediocres. Es una artesanía y, más que exhibicionista, es masturbatoria. Me refiero a que uno goza imaginando que lo leerán, pero la realidad se queda en mucho menos. O en nada.
Ahora voy a recomendaros el mejor cuento que he leído sobre la conciencia de mediocridad. Es de Juan José Arreola, un excelente escritor mejicano que deberíamos conocer mejor si no hubiera existido Juan Rulfo.
Se titula “El discípulo” . Está ambientado en el renacimiento italiano. Se trata del discípulo en un taller de pintura. Su maestro le ridiculiza, destruyendo además su obra. Podría copiarlo entero, su extensión no supera el folio y medio. Pero vais a tener que conformaros con los tres últimos párrafos.
(Yo no me conformaría; iría a buscarlo a una biblioteca o lo encargaría en una librería. Copio literalmente la edición de Cátedra, pero en el párrafo culminante, donde dice “hila” me cuadra más que dijera “hiela”).
Trastornado, salgo del taller y vago al azar por las calles. La belleza está en torno de mí, y llueve oro y azul sobre Florencia. La veo en los ojos oscuros de Goia, y en el porte arrogante de Salaino, tocado con su gorra de abalorios. Y en las orillas del río me detengo a contemplar mis dos manos ineptas.
La luz cede poco a poco y el Campanille recorta en el cielo su perfil sombrío. El panorama de Florencia se oscurece lentamente como un dibujo sobre el cual se acumulan demasiadas líneas. Una campana deja caer el comienzo de la noche.
Asustado, palpo mi cuerpo y echo a correr temeroso de disolverme en el crepúsculo. En las últimas nubes creo distinguir la sonrisa fría y desencantada del maestro que hila mi corazón. Y vuelvo a caminar lentamente, cabizbajo, por las calles cada vez más sombrías, seguro de que voy a perderme en el olvido de los hombres.