miércoles, 12 de enero de 2011

La segunda muerte de Farruquillo

Hace cuatro años, yo descubría andando los parajes de este Barranco de las Cinco Villas, y escribí lo que sigue:

Todos los términos municipales tienen un sitio en sus confines, casi perdido, que es la referencia local de la lejanía. El término nacional más famoso son los cerros de Úbeda; recientemente, de modo sacrílego, ha hecho fortuna “donde Cristo perdió el mechero” aunque lo más extendido en España verdaderamente es “el quinto pino”.
Mucho más allá del quinto pino, todavía bastante  más arriba del 5.000 pino, está el término de lejanía de la Villa de Mombeltrán que es “donde enterraron a Farruquillo”.
Allá a lo alto, en un monte verdaderamente “empinado” surcado por un laberinto de trochas, cortafuegos, pistas y caminos, se puede encontrar, si uno va acompañado de quien se lo enseñe, -aún no está incluido en las referencias de los GPS- la cruz de Farruquillo, que está a la vera de un camino, cerca del hoyo de teas donde no lo enterraron, -como dice el dicho- sino que le cubrieron con chaparros y escobas. Además, allí se quedó abullando su perrillo, que no se retiró hasta que le tocó hacer comitiva fúnebre siguiendo a la mula de Tomás Blázquez, que fue la que hubo de bajar del monte aquella triste carga.
No busque nadie en el Registro Civil a un “Francisco”, porque este no era el nombre del que se derivó este Farruco como mandarían los cánones. Tampoco se llamaba así su padre, Carlos. Tenemos que suponer que así se llamaría un abuelo o algún tío a quien se pareciera.
El verdadero nombre que  recuerdan las marcas hechas con hacha en la corteza de un pino es Justo Sánchez Gómez, nacido el 12 de mayo de 1914, y fallecido el 3 de mayo de 1940 a consecuencia de lesiones traumáticas producidas por un azolijo que llevaba un mal perdedor de dados, natural de Villarejo, quien, al decir del Señor Juan González (95 años), pasó demasiado poco tiempo en la cárcel, aunque si fue poco o mucho, más bien se lo tendríamos que preguntar al homicida, porque cada cual sabe lo que pesa su cruz cuando la lleva; y a este respecto tengo que recordar que a un amigo mío casi le rompe otro los morros, cuando inocentemente le espetó: “qué corta se me ha hecho tu mili”.
Pero no perdamos a Farruquillo, un hombre de talle ligero y algo atrasadillo. Según consta en su acta de defunción tenía de profesión pastor, aunque por aquellas alturas más bien debería andar de cabrero.
Quien le iba a decir después de pasar la mala vaina de gastarse los miedos en la guerra civil, los cuatro últimos años de su vida, que terminaría siendo matado por la inocente porfía de si unos dados estaban de canto o planos. Si valía o no la tirada, del pobre cabrero tirado en aquel hoyo  no queda más rastro que el orgullo de ser una parte del término municipal que ya no se llamó más Barrera del Tomillar; y una cruz tallada en la base de un pino, ya bien crecido.
 (-Según me han contado-, porque ayer tarde, por más vueltas que di, no fui capaz de encontrarla y terminé perdiéndome “allá por donde enterraron a Farruquillo”).       

Pocos días y algunos kilómetros después, encontré el pino. Esa tarde también aprendí que las señales hechas en un árbol no lo acompañan en altura.
La segunda muerte de Farruquillo se produjo el 28 de julio de 2009: un pavoroso incendio intencionado quemó todos los árboles que ven y muchísimos más, quizá centenares de miles. Aun hoy están sacando del monte camiones de madera quemada.
Desaparecida la señal, despareció el sobrenombre del paraje, y desapareció la pregunta que suscitaba la cruz, y yo no quiero que por culpa de los criminales que quemaron el monte, desaparezca el recuerdo de aquel crimen  más modesto, más personal y hasta más comprensible que incendiar un monte.

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