martes, 5 de julio de 2011

Discurso del violinista.

Discurso del violinista.

Parte I

Entró en la sala envuelto en aplausos. Tomó el centro del escenario y, después de extraer unos sonidos y hacer unos breves ajustes en al clavijero de su instrumento, no comenzó el recital de inmediato, sino que dio un paso adelante y se dirigió al público de esta manera:
Señoras y señores: les felicito por la acústica de este teatro; creo que con mí violín podría lograr momentos muy hermosos aquí. Les vengo a declarar que entiendo la música como comunicación y que amo de verdad el calor que me prestan los públicos atentos. Les aseguro que entonces me entrego, con casi toda mi alma, a dibujar en el lienzo blanco del silencio,  excitando estas cuatro cuerdas. No sabría describirlo, pero si tenemos suerte, lo verán.
A veces, me he sentido tan a gusto y compenetrado, que percibía como mis oyentes dibujaran conmigo Bach sin intermediarios y esa comunión me produce la sensación de que se para el tiempo y  ascendemos juntos los escalones hacia algo así como una escalera de nubes crepusculares.
Me gustaría alcanzar hoy, con ustedes, esa ingravidez.
Tengo que decirles que también he percibido demasiadas veces, en demasiados públicos, degradación de la atención y hurtos de silencio. Como consecuencia, sé que  se abre  un conflicto entre los que quieren escuchar a Bach y los que pasan el tiempo deseando que pase, boicoteándome inconscientemente y provocando las iras de sus vecinos silenciosos. Les aseguro que se siente.
  Aquí arriba se siente mucho.
Casi siempre sigo con la música, bien porque estoy muy concentrado en ella, bien por mi propia experiencia profesional encallecida para sortear esas piedras que lanzan a mi discurso. Me defiendo consumiendo notas; concentrado en la técnica y el oficio, que son los que me sacarán de ese momento. En esos momentos no soy feliz.
Porque entonces sé que hubiera preferido aislarme oyendo hipertrofiada mi música con la ayuda de este micrófono, aquel amplificador y esos altavoces. -Señaló con el arco los tres elementos. -  En ese caso, mis notas serían proyectadas por este músculo electrónico, y así los que quieran escuchar tienen la sala llena de música dominando el espacio; y, los que se rebelen pueden seguir haciendo sus pequeños ruidos, que ya no conseguirán ensuciar la interpretación.

De cualquier manera, siendo esto de usar micrófono lo más cómodo y prudente, a mí me gustaría intentarlo directamente con el violín. Les propongo un pacto: si me siguen abriré, como el profeta Moisés, las aguas que pueblan sus oídos para llevarles a la tierra prometida del placer musical como yo sé encontrarlo. Me gustaría confíar en ustedes. Ojalá tengamos suerte en esta travesía.
Si me prometen que no se rebelarán y que puedo prescindir de estos artilugios, láncenme un “si” que yo pueda interpretar como unánime.

Y el publico dio el “si”. Cuatrocientos síes asumieron siseando el compromiso de silencio. Aquel artista, con su sosegado exordio, había conseguido afinar, después de hacerlo con su violín, al público.

 Parte II

Entonces dio un paso atrás y zambullose en la partita BWV 1004. Sumergido en aquel silencio cómplice sentí, desde el principio, la Allemande con una contundencia prístina. Al destilar cada uno de los timbres del instrumento, yo sentía entre los dientes el principio de un alambique que depositaba gotas de miel en mi cerebro. Pero todo era una corriente continua, mis dientes no cesaban de masticar las vibraciones de aquellas cuerdas. Ordenado el desván de los sonidos, el violinista destejía aquel entramado de nudos bachianos y los volvían a trenzar sus dedos con una facilidad tan inteligible y bien colocada, que hacía creer que aquella música se había ido decantando a través de todos los músicos anteriores hasta llegar a esta desnudez virginal que sólo pudo ser la imaginada en el cerebro del genio de Eisenach. Efectivamente Bach estaba entre nosotros y transpiraba orgullosamente su música como un dios panteísta, y nosotros respirábamos fervorosamente.
El público trabajó sosteniendo aquella música de tal manera que en la pausa nadie tosió ni se movió; parecíamos hechizados como las ratas de Hamelín.
Atacó la Courante, con más viveza, cantándonos redondamente un cuento sencillo. Nunca lo escuché tan bailable.
La zarabanda se hacía comestible, muy clara, como una gruta iluminada; húmeda, pero nunca sombría.
La gente presentía la monumentalidad del cuarto de hora de la chacona, pero aún nos quedaba la virtuosa giga en la que, ya dominado todo nuestro silencio, subía y bajaba el volumen de su instrumento. La resina del arco patinaba por las cuerdas, arrancando trozos de hielo en trinos tirabuzones y velocidades  mortales, arqueándose con vértigo la muñeca del músico, mientras los caramelos de las señoras permanecían hipnotizados en el bolsillo y la claridad de la música se comunicaba simpáticamente con las gargantas.

Llegaba el momento culminante, en la pausa el público ensayaba cómo contener la respiración ante la chacona. El músico decoró la sala como una catedral con largos tubos del órgano haciéndose espejo en los pedales del organista. El violín soplaba el aire, rasgando lienzos desde las bóvedas. Yo, hasta entonces, había presenciado, en directo o por la radio, no menos de cuarenta interpretaciones diferentes: violines, pianos, guitarras, orquestas…
También sabía que alguna musicóloga escribió que estamos ante una pieza fúnebre; pero no fue así en esas manos enamoradas. El público ya no contenía sus constantes vitales, jadeaba con sordina, después de seguir con la incredulidad de no ser digno de volar en las líneas de la música pidiendo tregua y prórroga a la vez, a tantos minutos de silencio constructor. El violinista no ha vacilado ni un instante, se ha crecido en cada parte, y sonríe en el esfuerzo mientras termina la ascensión al puerto de montaña doblándose como un ciclista con su minúscula máquina y llega a conquistar la cima entre largos acordes de triunfo. Si la chacona es una pieza fúnebre, no cabe duda de que en ella vive la resurrección.

Yo estoy casi completamente seguro de que Dios no existe; sólo Bach, a veces, me hace dudar.

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