miércoles, 17 de agosto de 2011

A mi amigo Ovidio

Inspirado en él y en una anédota que me contó os dejo aquí un relato de verano.



    Orilla de este río no sé cuándo
me quedaré, se quedarán mis sueños
como briznas de hierba ya sin brío.

                                                           Ovidio Pérez Martín. “Soporte del Viento”

                                   EL JURADO

Letrista aficionado, desde chico me gustó el sonido de las palabras; me hacía tanta gracia repetir las frases hechas que pronto empecé a hacerlas yo, y a poner nombres nuevos a  cosas. Pasé del ripio al pareado y sobrepasando la adolescencia asalté el soneto. El servicio militar hizo que me rebelara contra las órdenes y desde entonces practico el verso libre, el cuento corto, la novela empantanada, la carta al director, y el aforismo guerrillero. Todo va siendo arrumbado en –hasta ahora- seis carpetas de ilusión .
Compro libros, escucho conferenciantes y rapsodas, subo el volumen de la radio cuando entrevistan a un literato; aunque las más veces me ponen de mal humor. Así, voy detestando a esos vivos que ocupan mi sitio frente a los focos, tras los micrófonos. Me refugio de sus frases de triunfadores postrándome ante los clásicos; y también me gusta comprar valores que no están de moda.
Soy maestro, y desde pronto dejé caer mis versos en las salas de compañeros, que me animaron entre la benevolencia del  cariño y la educación. Acaso no sabían como escapar del compromiso del elogio. No sé si debí querer creerles tanto cuando me encomiaban. Nadie como uno mismo es capaz de engañarse con tan mínimas dosis de aprobación.
Porque yo amo la literatura, no sé si será por desesperanza de no poder ser alguien en ninguna otra cosa o un amor purísimo, pero me sale un prurito que quita toda  vergüenza de tirar de la levita de cualquier aledaño de la escritura. Y lo hago. La gente lo sabe, es mi sambenito; o mi escapulario, según quien mire.

¿Quién podía no escapar de ser jurado del concurso de redacción de séptimo curso?: la directora y yo. Yo y la directora,  si atendemos la prelación de quien en el colegio no podía rechazar algo relacionado con la creación literaria.

¿Cómo va a haber escrito esta maravilla  “La isla de la niebla” ella sola, una cría de once años, por muy hija de médico y de pintora que sea? No; esto no es suyo. A otro perro con ese hueso, llevo muchos años leyendo redacciones. Acabo de pegarme un atracón de veinticinco cuentos de niños de su edad, llenos de aciertos y fantasías, pero esta perfección narrativa, adjetiva, metafórica, ortográfica... esto es una estafa. Ya te vale doctor, ya te vale, señora pintora... queremos acaparar todo... pues no, a mi no me engañan. ¡Desestimada!
Y con un rotulador rojo escribí sobre la portada. “O ES COPIA O TIENE EXCESO DE AYUDA DE UN ADULTO”.

La directora no lo leyó, no quiso. ¿Para qué? Ya se había tragado otros veinticinco. El cuento pertenecía a  mi montón, además ¿quién mejor que yo estaba capacitado para tomar esa decisión? Y cargué con toda la carga, al principio liviana, de la expulsión.
Premiamos un relato majete, pero con las limitaciones que se suponen a los once años. Pedrito Martín miró de reojo hacia Patricia Velasco Huete torpedeada en su ilusión, pues tampoco recibió el segundo, ni el tercero.
Dos años después, el peso de aquella carga ignorada se desplomó sobre mis pulmones. Me dio un vahído; y como que me falta el oxígeno cada vez que lo recuerdo.

Agarrado a una cadena que habíamos colocado para impedir el paso al cercado del encinar casi centenario que el ayuntamiento había mandado talar para hacer unas pistas de tenis, mi codo coincidió con el de la pintora Felisa Huete. Frente a nosotros el alguacil y los motoserreros, que envueltos en olor a gasolina, no se explicaban cómo habían podido juntarse dieciséis personas allí esa mañana para salvar treinta o treinta y cinco encinas, “con la cantidad de árboles que hay en este pueblo”.
En un receso en el que los taladores se retiraron, mientras el empleado municipal subía al cuartel de la Guardia Civil a ver si la fuerza armada y uniformada nos hacía entrar en razones, Felisa y yo mantuvimos esta conversación:
-Eres la madre de Patricia ¿no?
- Sí, tú eres profesor...
-Bueno es que la veo.., la vemos los profesores un poco desmotivada. Desde hace un par de años. No sé. Parece que está entrando en la edad difícil.
-  Tiene que ser eso. Ahora está sólo con los videojuegos, las revistucas y los programas más tontos de la televisión. Es una lástima, siempre había sido muy lectora, y, desde que empezó a soltarse con la escritura, escribía unos cuentos que a su padre y a mí nos dejaban pasmados.
-    No me digas.., entonces...
-    ¿Qué?
-    ¿No la ayudasteis nada en aquel cuento de “la isla”?
-   Sí... “la isla de la niebla”. No. Lo escribió todo ella. Era precioso, lo que más me ha gustado  de lo que ha escrito. No sé si ahora escribe algo, creo que no. No entendimos como no se lo premiaron.
-   ¿Seguro que no lo copió?
-  No, me lo había contado a mí antes de escribirlo. Estaba muy ilusionada con él. Recuerdo que vino a leérmelo cuando lo terminó.

Y yo me atraganté la culpabilidad con un vahído. En esos momentos llegaba el alguacil con cuatro guardias civiles. Me desplomé. Tuvieron que atenderme; entretanto los motoserrerros penetraron con muy poca oposición y comenzaron a atosigar el aire con sus ruidos y olores, que hacían poco por reanimarme. Antes de que cayera la tercera encina, los defensores habían abandonado. Mi flaqueza reventó la resistencia.

Perdimos otra batalla. No sé que pensará la gente de mi valor físico. No sé sí preferir que conocieran la verdadera causa. Creo que lo que haré será aprovechar la coartada de mi pusilanimidad para que no me enganchen a más jurados.

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