viernes, 14 de diciembre de 2012

Regreso desde el trabajo.


El regreso a la familia, a Béjar, a casa, es más alegre: primero, porque he vencido el trabajo; segundo, porque pienso en la comida, en la ternura, en el amor, en el descanso.

Además son las luminosas tres y media o las aún no anochecidas cinco de la tarde, (aunque un viernes el autobús estaba completo y tuve que esperar al de las seis).

Tengo dos opciones: la compañía provincial MOGA, que sale puntual pero va por carreteras secundarias dejando o entrando a buscar gente a los pueblos y que tarda hora y veinticinco de media, en la que hay que tragarse en autobús las mareantes rotondas (alguna vez he bendecido estar con el estómago vacío). Este viaje con el abono que tengo me sale a 4,95€.

La otra opción es el autobús ALSA (una multinacional que explota autobuses por toda España y ha llegado a establecerse hasta en China) , que en mi caso, viene de Escoriaza (Vizcaya) hasta Monterrubio de la Serena en Badajoz, y que no puede vender billetes hasta Béjar y hay que hacer la triquiñuela de comprarlo para el pueblo siguiente: Cantagallo. Este va todo el trayecto por la autovía y esa continuidad del firme y esa ausencia de curvas pronunciadas ha conseguido que un par de veces haya podido dar una cabezada, de la que desperté al entrar a Guijuelo. Suelo tomar esa opción,  aunque me cuesta 5,29€. El Alsa suele estar más lleno, el público es más variado, ofrecen WIFI y ponen una película que, al durar el viaje una hora y diez minutos, me es imposible acabar de ver. De cualquier manera aprovecho este artículo para agradecer que una tarde me pusieran Toy Story 3 que ya había visto en pantalla grande, y que me encantó revisitar, aunque fuera en pantalla pequeña y algo movida. (los que me seguís ya sabéis lo que estimo la animación contemporánea: pues afirmo que Toy Story es de las mejores, así que daros por recomendados si tenéis la oportunidad)




Otra -para mí- ventaja es que en el Alsa, si hay suerte, se puede tener conversación. La gente mayor suele prender la hebra con facilidad y siempre es muy ilustrativa la vida que cuentan. Un día encontré a Iñaki, un bilbaíno de mi edad, de profesión auditor de empresas para un gran banco. Este vasco  con el deje fanfarrón y confianzudo, me contó muchas cosas de economía y le sostuve bastante bien la conversación (siempre que he podido, he leído los cuadernillos de color salmón de El País) exprimiendo mis conocimientos y mi sentido común.

El hombretón era sincero y nada cauto en sus valoraciones. Estaba asombrado del fraude fiscal y de los malos modos de explotación laboral que hay en la zona, aunque a él dice no importarle, pero en su País Vasco, (Iñaki es nacionalista, votante del PNV, aunque no independentista, “si se ponen en ese plan que no cuenten conmigo, Virgencita que me quede como estoy”) la sociedad no tolera tanto fraude, y muchísimo menos el maltrato y la explotación despiadada que se hace de los trabajadores de Guijuelo que él había visto con ojos incrédulos, allí eso no se consentiría. Me gustó su conversación y le buscaré los lunes, que es cuando me ha dicho que suele venir.

Otro día terminé un poco contrariado con estos pensamientos que os voy a contar. Subió un chico con rasgos andinos y, como había sitio, cada uno nos sentamos en diferente pareja de asientos. Pensé en ofrecerle conversación pero dudé, al poco tiempo se puso unos cascos en los oídos, y ya no tenía objeto mi abordaje. En otro tiempo, hace 25 años, cualquier español joven estudiante en Salamanca como era yo, se hubiera acercado para hablar de música, de política, o de, sencillamente, la vida en otras tierras. Yo sí lo hice en aquellos lejanos tiempos y hasta tuve un amigo ecuatoriano, no como los ecuatorianos de “ahora”, que son pobres obreros; este hombre era de clase alta: su padre era cirujano en Alemania. Lo cierto es que cualquier persona debería asediar a cualquier viajero, para aprender de la vida, del hombre como categoría universal, de la naturaleza, de las costumbres. Siempre se ha hecho esto. Pero hoy no: estamos encerrados en el universo de nuestro ombligo atrincherado, desconfiado (y desconfiable,  porque si yo me hubiera sentado por las bravas y ofrecido conversación sincera, compartir conocimientos; confrontar experiencias, saberes y costumbres; él, en este siglo XXI, pensaría este es un homosexual que pretende ligar, o pensará en timarme o robarme o sencillamente está loco: tengo que librarme de él).

Esto de la inmigración masiva y el nacionalismo excluyente que nos ha entrado al acabar el pasado milenio, limita para siempre lo que en el hombre debería ser natural: aprovechar cada momento muerto para aprender, para compartir conocimientos, para atar una amistad con la que defenderse en común ante los inciertos peligros que puede traer un viaje. 
Todos hemos perdido con estos cambios sociológicos. Como escribí en un título anterior: “la comodidad nos está jodiendo la vida”.

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