jueves, 4 de abril de 2013

Otra vez el Gran Mario


Ahora estoy leyendo Contra viento y marea (III) una colección de escritos que van desde 1964 a 1988 de Mario Vargas Llosa. No puedo evitar la sensación de estar poniendo “cuernos” intelectuales a Silvio Rodríguez, al entregarme a esta lectura. El sentimiento es una estupidez; claro, no tanto para quien leyera mi blog en diciembre de 2010, pero es real. Desde que tuve aquella historia que, con toda justicia, no es importante para nadie más que para mí, he leído al peruano con más empeño y disfrute, afianzándome en mi decisión, como mirando con tozudez desdeñosa a un celoso Silvio mientras hacía míos los pensamientos y raciocinios del gran Mario, el indiscutible campeón del liberalismo en América Latina.
Yo no soy liberal, soy socialdemócrata, pero no empece nada, sino todo lo contrario, para disfrutar de la prosa y los argumentos, siempre razonados, siempre convincentes del peruano-español.

Os he dado cuenta de mi lectura de La Fiesta del Chivo, de Historia de Mayta..., no sé si escribí algo de La ciudad y los Perros, pero también la leí después de aquello y me gustó tanto como la película de Lombardi, estupenda a pesar de recortar parte de la novela.

Hoy estoy leyendo este libro de cortos y larguísimos artículos, envidio esa vida cosmopolita y siempre atenta, de cronopio. Pero el libro está cuasimonopolizado  por un relato multiplicado por informe, que enseñó mucho a Mario, (aparte de darle esos quebraderos de cabeza que nunca le faltan por su pensar independiente), y ocasión de mostrar su faceta de fino polemista, allá donde le pincharon. Se trata del asesinato de ocho periodistas, a principios de los 80, en el páramo andino de Uchuraccay, en el contexto del auge terrorista de Sendero Luminoso y la réplica de los contra- paramilitares, que allí se llamaban “sinchis”.
Al final, para Vargas Llosa, que  resultó ser miembro y cabeza, por su nombre, por su oficio de redactor del informe y prestigio -entonces ya global-, de una comisión que acudió a la bastante inaccesible zona, para investigarlo  entrevistando a la comunidad  implicada, resultó que su literatura se había puesto en pie; y me explico:
La última novela que había escrito Vargas Llosa era La Guerra del Fin del Mundo, que es un “remake” de otras obras brasileñas que hicieron la crónica de una batalla de la engreída modernidad contra la bruta ancestralidad en el pueblo de Canudos. (El libro es prodigioso, no sé por qué no corro ahora mismo a releerlo).
Se trató en los sucesos de Uchuraccay de lo mismo que en Canudos, de un abismo antropológico, del resurgimiento de una fuerza desesperada y violenta de unas comunidades que no otra tienen respuesta frente a una agresión que no entienden, que la extrema violencia, “poniendo toda la carne en el asador” frente a unos agresores, la modernidad, que tampoco les entienden. Los atávicos tratan a todos los modernos por igual, matándolos. En este caso, la comunidad indígena mató a ocho periodistas creyendo que eran un grupo de Sendero Luminoso que venía a agredirles.
A Vargas Llosa le toca investigar esto y se encuentra con su Guerra del fin del Mundo, ocurrida cien años después, en su propio país, y le es encomendada la obligación moral, a él como intelectual comprometido, de hacer una investigación independiente, que lavara la cara del recién estrenado régimen democrático peruano.
Y su interpretación de lo que ve y oye, exonerando a los paramilitares del  gobierno, no gusta en muchos ámbitos, porque va contra el mito rousseauniano del buen salvaje y, sobre todo, contra las ideas preconcebidas de Europa sobre Latinoamérica, incluidas las del periódico conservador The Times.
La cuestión quizá está en si quien  organizó la comisión, poniendo en su cabeza a Vargas Llosa, pensó que el resultado que  más le interesaba era el que había narrado recientemente el peruano más famoso, una actualización de La guerra del fin del Mundo, pero no creo que nadie, en ningún  momento, pueda dudar de la racionalidad y el trabajo dedicado intensamente de este gran genio del idioma.
Otro de los aspectos que diferencian al Gran Mario del Gran Silvio, es el sentido del humor, que exhibe porque puede exhibir el narrador, mientras se le cuela la realidad grotesca entre  la racionalidad y la observación; frente al lírico que crea obras cuasi religiosas en las que entrega y absorbe el amor de sus entregados, en una suerte de follamiento gozoso con nosotros su público –su púbico-, que le alienta, y que le permite seguir siendo (preponderamente) aquél adolescente, aquel unicornio, aunque esté llegando a los 70 años.
Vargas Llosa también es invitado a pasearse por la revolución sandinista en 1985, y no la trata tan mal como de su pluma cabría esperar, aunque seguro que para muchos lo hace como un reaccionario. La revolución sandinista, el antisomocismo, los contras y Reagan, la rebelión de los indios Misquitos (algo parecido a Uchuraccay), me hacen viejo. Me llevan al recuerdo de la depresión que me pillé cuando en las primeras elecciones con garantías democráticas  que convocó el sandinismo ganó una señora llamada Violeta Cahamorro, tan espontánea, campechana e inculta como la madrileña Esperanza Aguirre. Fue una decepción en toda regla, quizá el principio del fin de la historia de Fukuyama, aunque luego la reiniciaría Bin Laden, y burla, burlando ahora estamos en otras tantas encrucijadas.
Y Vargas Llosa seguirá opinando, (y yo leyéndole atrasado).

No hay comentarios:

Publicar un comentario