miércoles, 27 de noviembre de 2013

DELICIAS TELÚRICAS


Augusto Mon-terroso estaba ahí, en la tierra, sentencioso, esencial; escondido debajo del cuento del dinosaurio. Sin embargo es grande, es un Cortázar que escribiera como Rulfo o Borges. No sé si es de agradecer o una desgracia el que su obra centroamericana, guatemalteca, haya sido un río poco caudaloso al lado de los mejicanos, amazónicos o australes. Digo lo de agradecer porque tiene un cuento en el que justifica la perfección inañadible de la Sinfonía Inacabada de Schubert. Su castellano es universal,  canónico, añoso, aunque de contenido postkafkiano. Según le  descubro parece que se esté riendo de que le halle enterrado como una patata (manzana de la tierra dicen los franceses) al pie de los rutilantes árboles de Vargas Llosa, García Márquez, Borges, Fuentes, Cortázar..., pero él está ahí con su elegancia nutritiva.  Al dejarse leer tan bien, parece decírmelo confidencialmente, con mucho humor: y yo también soy “boom”, aunque permanezca escondido bajo un fósil.

He encontrado en mi huerto, que como habéis podido ver está en la ladera de un monte terroso, prendidas de los árboles o ya caídas en el suelo, sabrosas manzanas reinetas.  Es un sabor a frío, a dulce antiguo, a sobredosis de savia, a terrosidad. No esperaba aficionarme a su fuerte gusto, a su incitante olor. Un olor profundo, no superficial. (Nada de plástico de grandes superficies). Como tengo problemas con los límites del azúcar en sangre a veces me resigno a sólo masturbar mi pituitaria oliéndolas (y ahora que lo escribo y lo evoco se me trepan al paladar salivas ansiosas de masticar, tan impacientes que ya me están cayendo garganta abajo).

El domingo caté la manzana más sabrosa que recuerdo, aunque no fue tan estética como ésta, tan soberbia, que os fotografío y que encontré en el suelo, como a Monterroso. Las disfruto despacio, como este librito que hubiera podido acabar en un día. Llevo tres días oliendo este ejemplar de reineta y esta tarde, con la navaja, me lo haré cachitos, que  moleré en mi boca.
Como no puedo daros a probar manzana os copiaré un fragmento de Montrerroso: el cuento trata de un padre poderoso, con ese poder abismal de las minorías latinoamericanas, que  tiene una hija pianista.


La música es bella, cierto. Pero ignoro si mi hija es capaz de recrear esa belleza. Ella misma lo duda. Con frecuencia, después de las audiciones, la he visto llorar, a pesar de los aplausos. Por otra parte, si alguno aplaude sin fervor, mi hija tiene la facultad de descubrirlo entre la concurrencia y esto basta par que lo sufra y lo odie con ferocidad de ahí en adelante. Mis amigos más cercanos han aprendido en carne propia que la frialdad en el aplauso es peligrosa y pueda arruinarlos. Si ella no hiciera una señal de que considera suficiente la ovación, seguirían aplaudiéndola toda la noche por el temor que siente cada uno de ser el primero en dejar de hacerlo. A veces esperan mi cansancio para cesar de aplaudir y entonces los veo cómo vigilan mis manos, temerosos de adelantárseme en iniciar el silencio. Al principio me engañaron y los creí sinceramente emocionados: el tiempo no ha pasado en balde y he terminado por conocerlos. Un odio continuo y creciente se ha apoderado de mí. Pero yo mismo soy falso y engañoso. Aplaudo sin convicción. Yo no soy un artista. La música es bella, pero en el fondo no me importa que lo sea y me aburre. Mis amigos tampoco son artistas. Me gusta mortificarlos, pero no me preocupan.


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