martes, 17 de junio de 2014

OTRA VEZ SALAMANCA

Volver a Salamanca en sábado primaveral y verla engalanada de turistas encantados, y de salmantinos honrando sus calles, le hace a uno sentirse mínimo, dichoso de que le dejen estar en un sitio tan elegante. Llegar a su Plaza Mayor tan luminosa, tan viva, es entrar en el espectáculo “mayor”. Necesito bastantes minutos de reflexión solitaria, -mientras mi mujer y mi hija han entrado a comprar ropa de verano en varias tiendas-, para darme cuenta de lo sórdido, de lo crítico, de todos los trozos de pellejo y algunos de sangre compartidos con esa maravillosa ciudad, que cojea siempre bajo lo deslumbrante, pero más ahora, como todo el mundo de crisis. Aparecen también malos recuerdos: todo lo que se ha vivido, en mucha medida, se ha sufrido.
Pero siempre la amo, aunque no pude dejar de indignarme de que el más vil futboleo haya tomado las terrazas de la Plaza, (quizá no todas), con unas televisiones estorbando la vista del espectáculo vivo y directo de su saber ser y saber estar, para que algunos clientes, griten en el “marco incomparable”, celebren, digan huyyyy o maldigan los goles en contra. Los aparatos tienen en sus soportes una bandera española, futbolísitcamente en horas de ínfima moral, desde que perdió cinco a uno con Holanda. Quizá la bandera sea, ante la decepción, ya no un reclamo, sino una señal visual para que se vea bien  y no topiece nadie con el invento.
Como salmantino, de tantos años, me parece que esto no se debería consentir. Que alguien venga a visitar las doradas piedras animadas por la hermosura de los orgullosos ciudadanos que se quieren ver a sí mismos como actores fecundando coralmente el refinado paisaje pétreo y halle convertida, esta plaza tan singular, en multisalas de bar de barrio, con la misma pantalla que todo el mundo de todo el mundo está viendo exactamente lo mismo, me parece que es “perder clase” y un grave insulto a los degustadores de la belleza. Salamanca siempre ha mimado a los viajeros que se llevan el perfume, el virus contagioso, de su amor por ese ambiente; no hace bien ahora.

También vi, todavía más, comercios cerrándose, e imaginé sus calles de noche, como las vivía hace un año. También volvía a aparecérseme la mendicidad, los grupitos organizados de estudiantes con camisetas conmemorativas y atuendos seudograciosos: estas cosas estaban empatando estrepitosamente el partido del encanto.
Pero algo, el motivo de nuestro viaje precisamente, vino a remontarlo.
Acudimos a ver un coro del que es miembro y pianista acompañante el profesor de música de mi hija. Fue una delicia. Me asaltó la emoción con las polifonías, más cuando recordé que “yo estuve allí arriba”. Eché sinceramente de menos el placer de cantar y mirarme de reojo con los compañeros, las entradas, las superposiciones, ese planear, flotar artísticamente  de las voces enfrentadas o superpuestas, esa “compañía”. Vale la pena aunque se pase uno mucho tiempo ensayando ( y algo estudiando).
El concierto fue de lo más popular: musicales, música de cine y... Disney, eso que parece dulzón, tontorrón, buenazo, infantil, pero está en nuestras vidas; y estaría aunque no hubiéramos tenido una hija. Es tan comestible que resulta una gozada compartirlo desde abajo, aunque tiene que ser mayor placer encender y alimentar el fuego coral desde arriba. Envidia, otra vez..

La música y los anónimos entusiastas culturales que surgen igualmente sorprendentes que las setas, me enriquecieron de nuevo. El encanto ciudadano venció, otra vez, el partido.

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