martes, 10 de noviembre de 2015

El ocaso del relato oral.

Mis lectores sabéis que este año hice un extraordinario viaje a París y podéis deducir por mis palabras que es una ciudad impresionante, que motiva muchas reacciones sentimentales y que alguien que se pretende escritor, como yo, debiera haber escrito y descrito muchas páginas con tanta vida.

Pero no. Uno va acompañado de una cámara de ilimitadas fotos, que pueden y, de hecho, se hacen a cualquiera de las cosas que nos llamen la atención, ahorrándonos hasta la tarea de comprenderlas, incluso de saber si merecen la pena o no.
(en todas las cámaras existe un dibujito que representa un cubo de basura, donde irá a parar todo lo que deseemos: yo creo que es la máxima expresión del concepto: usar y tirar)


Si yo hubiera ido hace 20 años a París, habría hecho cinco o seis carretes de treinta y seis fotos, todas muy pensadas y esenciales, condurándolas (el procesador de Google me subraya en rojo porque desconoce este económico verbo de mi pueblo) y por la noche, en el hotel, me habría sentado a escribir impresiones. Además, a  la vuelta, habría escrito una relación de momentos, vivencias y sentimientos.

Pero no, por la noche cargaba la agotada batería de la cámara y examinaba en el mapa el plan para el día siguiente. Mi voracidad turística, perezosa y confiada en las imágenes almacenadas, decidía ahorrarse las palabras.

Sí, porque una imagen ya no vale mil palabras; ni siquiera vale una palabra. El turista ya no piensa, fotografía, y si quiere explicar algo hace más fotografías explicativas, o mejor un vídeo. Y el turista pierde palabras y la emoción que no puede verse, y la evocación: toda la fantasía de hipérboles y comparaciones deviene obsoleta, anticuada, fatigosa.
Yo no sé si -creo que no- conté a mi madre el viaje. No me lo demandó, ni yo se lo ofrecí. Mi hija se lo adelantaba por guasap.  Con un pincho se conecta a la televisión y uno puede repasar las 4.000 fotos ilustrando con un breve comentario, pero como mi imaginódromo es tan grande y carece de la selección que antes hacíamos al fotografiar, resulta un agobio y creo que esta vez ni las he mostrado. Recuerdo que el viaje del año pasado a Roma sí lo inicié, aunque mi madre se cansó antes de llegar a las quinientas fotos.

Hay que usar el cubo de la basura de las fotografías. Seguramente, si hubiera hecho un relato del viaje describiendo estatuas, cuadros, puentes, edificios..., mi madre me habría escuchado con más atención y habría deseado viajar a verlo.
Y es que las imágenes también apabullan: su exceso atora el deseo, que es algo sentimental, fantasioso, el deseo es algo maravilloso, y lo maravilloso se da de tortas con lo evidente, con lo machacón.

Incluso aquí en este blog literario, no me esmeré, ni me molesté en narrar cosas que pude explicar por foto.

Incluso ahora, cuando no pongo foto en un artículo, me parece que está cojo, plano, soso. Llevo dos artículos hablando de Galdós y sentía que ya necesitaba imagen: tuve que hacer un esfuerzo para reunir y fotografiar mis libros (no quería aburrir solo con palabras)
El mundo escribe en guasap, por twitter y facebook con muchas faltas de ortografía y palabras como jajajaja, o !!!!!!, además de emoticonos. Sobre los emoticonos, el más popular es una carita sonriente, para que se vea la ironía de una frase escrita sin molestarse en lograrla por escrito, o para decir, "no te mosquees, entiéndelo por el lado bueno".

Unamuno escribió "la agonía del cristianismo" y ahí siempre nos explicaban en el instituto que Unamuno era catedrático de Griego y que el verbo "agoneo" significa luchar, no morir. No sé si puede hablarse de la agonía del relato, pero probablemente el relato para las generaciones venideras (multifotografiantes y multifotografiadas desde chicos) ya está agonizando.

Las fotos comunican pero también incomunican.

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