jueves, 17 de marzo de 2016

El oficio de matar.


Como estudioso de la guerra civil de los pueblos del Barranco de las Cinco Villas de Ávila, donde hubo más asesinados en un par de meses a sangre fría que muertos en combate  a sangre caliente en todas las sucesivas batallas bélicas, me parece raro que nunca, hasta hoy, me haya planteado seriamente la problemática objetiva de matar a personas.

Yo he presenciado muchas veces “la matanza” del cerdo familiar. Desde que tuve uso de razón, observé y ayudé a mi padre y a los vecinos o familiares a tirar del marrano. Lo subíamos a una mesa bien agarrado por cinco o seis personas, se asían firmemente todas las extremidades y las orejas. Hasta el rabo sujetaba un niño para que tuviera el honor de haber participado en el rito. Casi totalmente inmovilizado, el  que iba a ejercer de matarife, (el cabeza de familia tenía ese honor/responsabilidad) le clavaba en el pescuezo un cuchillo de veinte centímetros de hoja. El animal expulsaba un chorro de sangre que se recogía, por la mujer de la casa, y se removía, para hacer morcillas los días siguientes, pero el cerdo se debatía todavía varios minutos, hasta que llegaban los estertores y -literalmente- estiraba la pata. Nunca era limpio, todos nos manchamos un poco de sangre.
El año que tenía cumplidos dieciocho años, mi padre me dejó el protagonismo del cuchillo y, sujetándomelo cinco o seis  personas, se lo clavé a un marrano de 130 kilos. Matar a cuchillo no es tan fácil como en las películas. Hay que apretar firmemente, y sientes que atraviesas y rompes órganos. El cerdo, a pesar de estar bien sujeto en una mesa, se resiste y se mueve sordamente, peligrosamente porque puede hacer que se te resbale el cuchillo, y también hay que alejarse de la boca porque en sus debates por la vida intentará morder.
Después de tomar la copa de aguardiente, casi  siempre se terminaba aludiendo a si esto parece difícil de atinar, cuánto más lo tiene el torero con el toro suelto y resabiado que se te viene de frente con sus afilados cuernos.


Pensando ahora en las decenas de muertos que hubo en el Barranco de las Cinco Villas, concluyo que el planteamiento de los novicios matarifes tuvo que originar mucha chapuza, pésimas ejecuciones.
Porque no es fácil que la gente se deje matar dócilmente. Supongo –he estado pensando- que quizá lo mejor es poner a una persona bocaabajo con las manos atadas, pisarle la cintura y disparar con el cañón del fusil apoyado en la cabeza. No sé. Quizá la víctima entonces se intenta mover y puede que el disparo atraviese y rebote en una piedra hiriendo al asesino.
Lo más seguro debe ser atar al asesinado a un pino y hacer puntería desde tres o cuatro metros, aunque también supongo que si los fusileros quieren garantizarse la muerte rápida han de hacer varios disparos. Pero se estropea el árbol con los balazos.

Evoco los fusilamientos de Goya, y otras imágenes, en las que parece natural que la gente se quede quieta ofreciendo todo el cuerpo a las armas asesinas. Pero no creo que sea así: alguno puede moverse, intentar escapar, abalanzarse sobre los tiradores; personalmente creo que frente a la muerte haría algo, aparte de gritar.  
Desde el punto de vista del matador seguro que todo es más difícil si se intenta con un grupo.
Pero matándolos sucesivamente las otras víctimas que lo presencien te lo pondrán más difícil.

Tampoco descartemos que algún fusilado se quede quieto para facilitar la tarea, ser dócil para acabar antes, sufrir menos.

Siendo en la práctica tan difícil o tan engorroso matar a una persona que luche hasta el último segundo, no es extraño que haya habido en el Barranco gente mal ejecutada que sobrevivió horas y se arrastró metros. Al menos me han dicho de dos casos,  hasta existió una persona de Mombeltrán, que directamente escapó del “paseo”, o quizá del improvisado paredón. Hay gente que dice que le dejaron escapar, pero ese es otro matiz.

He reflexionado un poco sobre los aspectos mecánicos del fusilamiento. Pero no menos importantes tienen que ser los reparos morales, las vacilaciones, la conciencia de estar matando a semejantes como si no importara nada.

Supongo que un asesino como el exetarra Urrusolo Sistiaga, de quien hablé hace poco, o los yijadistas del Bataclán o todos los asesinos de todas las mafias del mundo, son adiestrados objetivamente en estas mañas y subjetivamente vacunado contra los remordimientos diciendo que las víctimas no son personas como él, sino números, enemigos, alimañas.

Yo no tengo remordimientos por asesinar a aquél mamífero de 130 kilos, creo que al comerse a la víctima uno da otro valor moral al asunto.(no quiero dar pistas)

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