miércoles, 8 de febrero de 2017

José Luis Pérez de Arteaga

Llevo más de treinta y cinco años escuchando Radio Clásica, aunque yo siempre la llamaré radio dos, que era su nombre cuando la descubrí.
No sé cuántos años llevaba este magnífico locutor deleitándome con sus enseñanzas, sus comentarios, sus entrevistas. Era un generador de sibaritismo auditivo, me hacía cómplice de las músicas con una breve presentación previa que interrumpía para hacer la introducción y abrir boca. Su voz era verdaderamente de frecuencia modulada, hacía pianísimos, a veces afinaba su altura para llamar la atención, tenía muchos matices y guiños pero, sobre todo, era un erudito. Su cabeza estaba llena de contenido que brotaba como si saliera directamente de su cabeza. No sé cuanto de lo que sé de la música clásica se lo debo a él, pero esta mañana en su/mi radio pletórica de homenajes emocionados, he comprendido que mucho:

siempre la muerte nos subraya lo que perdimos

He llorado escuchando los homenajes. Me alegro de haber estado solo en la oficina y que la lágrima, tan infrecuente en mí, (hombre de ojos desérticos) haya brotado libremente y yo no haya sucumbido al prurito machista de ahogarla. Me ha dado placer y me ha parecido justo el hecho de producirla, así me he sumado más de verdad al dolor. Me emociona lo colectivo, los gestos solidarios, la música popular, la bondad, y he descubierto que me gusta llorar por ello. Será mi parte femenina, que ahora ya no quiero reprimir.
A mis cincuenta y dos veo que la muerte se acerca cada vez más. Tengo la suerte de conservar a mis padres, aunque ya se me murió Paco de Lucía y ahora José Luís Pérez de Arteaga, no tan grande, pero igual de temprano.

La muerte de los que hacen cosas siempre me lleva a pedirme que, de una vez, me dedique en cuerpo y alma a hacer algo con pretensiones de obra que pueda quedar. Pero parece que me da miedo, me abruma. Me gusta más sumirme en el sentimiento, como ahora.

José Luis Pérez de Arteaga sabía mucho de música y dominaba varios idiomas, se movía con soltura en las mejores salas. Me hacía sentirme orgulloso de ese español, cuya inteligencia los grandes directores o solistas internacionales trataban con deferencia;
porque lo valía.

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