Uno no sabe cuántas le quedan, pero es una acentuada
melancolía la que parece atraparme esta primavera. El carnaval comercial, y
casi exclusivamente de sábado, que se ha vivido este pasado fin de semana, ya
he dicho que me parece una degradación, una profanación de su sentido. Y es que echo de
menos lo genuino, los sentimientos más auténticos, que en
apariencia, los viví en la niñez con su pureza.
Anteayer fue miércoles de
ceniza y yo, de niño, me acerqué unas pocas veces a que me hicieran en la frente la
correspondiente cruz con aquel polvo ritual. Procuraba que la magia milagrosa
no se me borrara en todo el día, aunque dudo que el residuo aguantara muchas
horas en la frente de un niño de ocho o nueve años.
En mi niñez pueblerina, incluso
nos sacaban de la escuela para llevarnos a cumplir la obligación de cristianos. Era
raro entrar a la iglesia mediollena un día de diario, y eso que a mí me parece
que ese día había muchas más mujeres, no solo las beatas de todas las mañanas, y también
algunos hombres; que en mi pueblo no había hombres de misa diaria.
Llegado el momento, con las manos juntitas, uno se ponía a la
cola, pensando en cómo sería el tacto de la ceniza mágica, el polvo eres y
en polvo te convertirás, que no sé si el cura susurraba en latín para cada
uno de los empolvables que íbamos llegando. Creo que en mis tomas de miércoles
nunca tuve la curiosidad de examinar la ceniza de la frente para saber cómo la
sentían las yemas de mis dedos; yo era muy observante: también llevaba a
rajatabla eso de que no se podía escupir hasta dos horas después de comulgar.
Entonces creía o quería
creer, anhelaba sentir algo especial: agradar a Dios, disfrutar su protección,
su luz para, después de cumplido este rito, encaminarme hacia la Semana Santa que acabaría con las campanas del
sábado de gloria y la procesión del resucitado del domingo. Siempre recuerdo la Pascua de resurrección
luminosa, como que la primavera hubiera llegado, cuesta abajo hacia el verano.
Sentía la obligación de cumplir
como un buen cristiano que cree y no duda. Eso es muy cómodo: es como ser un
soldado: tú toma esta colina o espera en la trinchera, que así ganaremos la guerra.
Claro, que poco después llegó la razón de la filosofía con sus legítimas dudas, y la
antropología, que nos desvela los mecanismos de dominación y control social que
proporcionan todas las religiones a todas las sociedades. Muchos se declaraban
no practicantes, otros agnósticos; yo
enseguida me declaré ateo.
Y en el desierto de la
incredulidad transitamos hacia la muerte buscando sembrarnos pequeñas ilusiones como asidero, pero ya nunca llegamos a esa
palabra mágica: anhelo.
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