viernes, 3 de marzo de 2017

Melancolía de anhelos.


Uno no sabe cuántas  le quedan,  pero es una acentuada melancolía la que parece atraparme esta primavera. El carnaval comercial, y casi exclusivamente de sábado, que se ha vivido este pasado fin de semana, ya he dicho que me parece una degradación, una profanación de su sentido. Y es que echo de menos lo genuino, los sentimientos más auténticos,  que  en apariencia, los viví en la niñez con su pureza.
Anteayer fue miércoles de ceniza y yo, de niño, me acerqué unas pocas veces a que me hicieran en la frente la correspondiente cruz con aquel polvo ritual. Procuraba que la magia milagrosa no se me borrara en todo el día, aunque dudo que el residuo aguantara muchas horas en la frente de un niño de ocho o nueve años.
En mi niñez pueblerina, incluso nos sacaban de la escuela para llevarnos a cumplir la obligación de cristianos. Era raro entrar a la iglesia mediollena un día de diario, y eso que a mí me parece que ese día  había muchas más mujeres, no solo las beatas de todas las mañanas, y también algunos hombres; que en mi pueblo no había hombres de misa diaria. 
Llegado el momento, con las manos juntitas, uno se ponía a la cola, pensando en cómo sería el tacto de la ceniza mágica, el polvo eres y en polvo te convertirás, que no sé si el cura susurraba en latín para cada uno de los empolvables que íbamos llegando. Creo que en mis tomas de miércoles nunca tuve la curiosidad de examinar la ceniza de la frente para saber cómo la sentían las yemas de mis dedos; yo era muy observante: también llevaba a rajatabla eso de que no se podía escupir hasta dos horas después de comulgar.
Entonces creía o quería creer, anhelaba sentir algo especial: agradar a Dios, disfrutar su protección, su luz para, después de cumplido este rito, encaminarme hacia  la Semana Santa que acabaría con las campanas del sábado de gloria y la procesión del resucitado del domingo.  Siempre recuerdo la Pascua de resurrección luminosa, como que la primavera hubiera llegado, cuesta abajo hacia el verano.
Sentía la obligación de cumplir como un buen cristiano que cree y no duda. Eso es muy cómodo: es como ser un soldado: tú toma esta colina o espera en la trinchera, que así ganaremos la guerra. 
Claro, que poco después llegó la razón de la filosofía con sus legítimas dudas, y la antropología, que nos desvela los mecanismos de dominación y control social que proporcionan todas las religiones a todas las sociedades. Muchos se declaraban no practicantes,  otros agnósticos; yo enseguida me declaré ateo.
Y en el desierto de la incredulidad transitamos hacia la muerte buscando sembrarnos pequeñas ilusiones  como asidero, pero ya nunca llegamos a esa palabra mágica: anhelo.





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